Hay una frase muy popular que
dice: “Árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza”.Pero la realidad es, que
el amor, la atención, supervisión y disciplina que les brindamos a nuestros
hijos desde que nacen, hacen la diferencia, porque los ayudan a crecer y
desarrollarse con un determinado código de conducta, que les servirá como base
para llevar durante sus vidas un comportamiento virtuoso en todas sus
motivaciones, mostrando respeto, integridad, solidaridad y responsabilidad en
el cumplimiento de sus deberes, al igual que con sus relaciones interpersonales.
Si se pudiese inducir a los padres a rastrear los resultados de sus acciones, y
pudiesen ver cómo su ejemplo y enseñanza perpetúan y acrecientan el poder del pecado o
el poder de la justicia y el amor, durante el crecimiento de sus hijos,
buscarían ciertamente hacer un cambio radical en la educación de sus niños.
Muchos quebrantarían el hechizo de la tradición y las costumbres propias de los
hogares que hoy son llamados disfuncionales, porque los niños llegan al mundo
sin ser deseados, y crecen sin amor, formandose sin ninguna disciplina. Por ende, lo que aprenden de sus padres es lo único que
tienen para dar en el futuro.
Una buena base religiosa en el
hogar es indispensable para formar hijos de bien. Desde que el niño comienza a
tener uso de razón, se le debe mostrar que la obediencia a la Palabra de Dios
es la única tabla de salvación, que nos permitirá navegar contra los males
que arrastran al mundo a la destrucción, y que posteriormente, si llegamos a ser adultos, formaremos parte de él, corriendo el riesgo de que naufrague la
fe si no estamos sólidamente edificados en Cristo. Los padres dan a sus
hijos un ejemplo de obediencia a Dios o
de transgresión a su Ley. Por consiguiente, con su ejemplo y enseñanza, se
decidirá en la mayoría de los casos el destino eterno de sus familias. Ya en la
vida futura, los hijos serán lo que sus padres lo hayan hecho. Observemos que
en nuestros tiempos, la gran mayoría de los jóvenes están descarriados moral y
espiritualmente. ¿Por qué?, porque la buena educación comienza en el hogar,
pero debe estar fundamentada en los principios de la Ley de Dios; enseñada y practicada
en el núcleo familiar desde que los
niños están muy pequeños.
El proceso educativo de
nuestros hijos no puede quedar librado a la suerte o la expectativa de si
saldrá bueno o malo. Tampoco la buena enseñanza solamente puede depender de
maestros excepcionales o de la fortuna que algunos tienen para cubrir los gastos
escolares. El método más eficaz para educar a un niño consiste en amar a
nuestros hijos como amamos a Dios, pero sobre todo disciplinarlos con la autoridad que tenemos como padres,
para poder dirigirlos e instruirlos por el camino estrecho que conduce a la
vida. La verdadera supervisión consiste
en vigilar sus actividades desde muy pequeños, darles confianza, mantener
una buena comunicación, involucrarnos en sus vidas, ser su mejor amigo, y brindarles apoyo en todas sus necesidades
para que puedan realizar sus metas de forma satisfactorias. No podemos esperar
que el niño crezca para que entonces comience a descubrir la verdad de su
existencia, para luego elegir en qué y en quien creer o confiar. Debemos
mostrarles con nuestro ejemplo que no dependemos de nosotros mismos, sino de
una fuerza sobrenatural que nos gobierna llamada Dios, a quien todos debemos
servir con fidelidad, amor y devoción.
Ser padres no es solamente
traer hijos al mundo; implica asumir una responsabilidad de por vida, porque
con cada niño que nace, se van formando las nuevas generaciones. Nuestro Padre
celestial dice en su Palabra: “Yo disciplino a todos los que amo”. Así mismo,
los padres terrenales tenemos que disciplinar a nuestros hijos, y demostrarles
nuestro amor. Enseñarlos a caminar por el sendero del bien, guiando sus pasos.
Ayudarlos a crecer fuertes, y si caen, estar prestos a extenderles nuestro
brazo para que puedan levantarse. Enseñarlos a asumir sus errores con
responsabilidad. Que la experiencias negativas les sirvan de ejemplo para que
aprendan a reconocer la diferencia que
existe entre el modo de cómo son realmente las cosas en la vida; que no todo lo
que vemos tenemos que copiarlo, porque hay consecuencias cuando
actuamos imitando a los demás, influenciados por el medio ambiente, y el
resultado que se obtiene cuando tratamos de hacer las cosas correctamente, como
nos enseña Dios en su Palabra.
Debemos tener una visión clara
y objetiva de lo que nos rodea para poder dirigir a nuestros hijos en este
mundo lleno de trampas y engaños, porque nuestra mayor gloria no radica en que
no tendremos caídas, sino en levantarnos cada vez que nos caemos. La religión
en el hogar es nuestra gran esperanza y hace halagüeña la perspectiva de que la
familia crezca unida, y fortalecida en la verdad de Dios. Por ende, todo aquel
que se considere buen padre, y que en verdad siente amor por sus hijos, debe inculcar en la conciencia de sus
descendientes, los solemnes deberes que tenemos con nuestro creador. Para
obtener buenos resultados se necesitará devoción sincera, ferviente y cordial,
y es esencial que haya en los padres piedad ardiente y activa, como la que nuestro
Padre Dios muestra con nosotros. El Espíritu de Dios nos da poder, si queremos
tenerlo, como también se derramará gracia para nosotros si queremos apreciarla.
Para sernos dada, El Espíritu Santo aguarda tan solo que lo pidamos con un
ardor de propósito proporcional al valor del objetivo que perseguimos. En este
caso, criar hijos para que puedan habitar en el reino de Dios.
En la vida nada está
garantizado, pero si obramos conscientes de lo que hacemos con nuestros hijos,
y aprendemos a educarlos en la Palabra de Dios, podemos descansar seguros y
satisfechos del deber cumplido como padres y guías del hogar. La parábola de la
oveja extraviada debiera ser atesorada como lema en toda familia. El divino
Pastor deja las noventa y nueve, y sale al desierto a buscar la perdida. Hay
matorrales, pantanos, y grietas peligrosas en las rocas, y el Pastor sabe que
si la oveja está en alguno de estos lugares, una mano amistosa debe ayudarle a
salir. El buen pastor, que representa a Cristo, hará frente a cualquier
dificultad para salvar a su oveja perdida. Cuando la descubre en falta, no la
abruma con reproches. Se alegra de encontrarla viva. Y con manos firme, aunque
suavizadas por el amor, aparta las espinas, o las saca del barro; la alza
tiernamente sobre sus hombros, y la lleva de vuelta al rebaño. Dios nos
disciplina para nuestro bien, para que participemos de su santidad. Aunque en
el presente, ninguna disciplina parece ser motivo de gozo, sino de tristeza,
pero después dará fruto apacible de justicia a los que en ella son ejercitados.
Consideremos cada uno de
nosotros que nuestra persona ha sido llevada sobre los hombros de Cristo, y no
alberguemos un espíritu dominador de críticas y justicias propias sobre los
demás, porque ni una sola oveja habría entrado al redil si el Pastor no hubiese
emprendido la penosa búsqueda en el desierto. El hecho de que una oveja se
había perdido bastó para despertar la preocupación del Pastor, y tratar de hacerle emprender su
búsqueda. Además de amar, dirigir y disciplinar a nuestros hijos, también es
nuestro deber protegerlos. Este mundo diminuto y transitorio fue escena de la
encarnación y el sufrimiento del Hijo de Dios, como ejemplo del más grande amor
de todos los tiempos. Sufrió por amor a la humanidad, por sus hermanos, y
porque confiaba en el amor del Padre. Cristo no fue enviado a los mundos que no
habían caído, sino vino a este mundo, todo mancillado y quemado por la
maldición del pecado. La perspectiva no era favorable, sino muy desalentadora.
Pero confió en las Promesas que a pesar de que conocería la muerte, resucitaría
para tener vida por toda la eternidad al igual que nosotros.
Debemos tener presente el gran
gozo manifestado por la oveja que estaba perdida y regresa pidiendo perdón a su
padre (Parábola del hijo pródigo). Cuando algo semejante sucede en la tierra,
también por todo el cielo repercute el gozo, y es un privilegio participar de él,
y en especial si es un hijo que se aleja y regresa arrepentido. Seamos
colaboradores de Cristo para que podamos soportar los sacrificios, padecimientos y pruebas que
tenemos en este mundo, porque el Señor, reprende al que ama, y azota a todo el
que recibe por hijo. Soportemos las pruebas como disciplina y extendámosla
hacia nuestros hijos. Dios nos trata como hijos; y si nos dejara sin
disciplina, de la cual todos participamos, seríamos bastardos y no sus hijos. Todavía
tenemos oportunidad de hacer bien a las almas de los jóvenes y de los que
yerran. Si vemos alguno cuya palabra o actitud demuestran que están separados
de Dios, no lo culpemos, quizás no tuvieron una buena dirección de sus padres,
o no encontraron una mano amiga que los ayudara, o quizás crecieron solos, en
las calles, sin pan ni abrigo, en un mundo lleno de lobos feroces. No es obra
nuestra condenarles, sino acercarnos para tenderles una mano. Si queremos
mejorar el mundo, debemos interesarnos genuinamente en los niños y jóvenes,
mostrándoles compasión y empatía, brindándoles la oportunidad de enderezar el
camino.
Para obrar como Cristo obró,
debemos crucificar el yo. Es una muerte dolorosa, pero es vida para el alma. No
hay demostración más grande de amor que Aquel que dio su vida por nosotros. Si queremos imitarlo, tenemos
literalmente que enterrar el yo, el cual representa nuestro ego. Cristo nos amó
con amor eterno, por tanto, nos soporta con misericordia. Debemos involucrarnos
más en la educación de nuestros hijos.
Nuestra obra es reformatoria, y es propósito de Dios que mediante la excelencia
del trabajo hecho en nuestros hogares, sirva de ejemplo y llame la atención
sobre el gran esfuerzo que debemos hacer para tratar de salvar a los demás,
pero sobre todo, aquellos jóvenes que todavía no tienen ningún conocimiento de
Dios. Todos tenemos un compromiso con Dios, pero en especial aquellos que han
decidido trabajar para El. El mundo está lleno de iniquidad y desprecio de los
requerimientos divinos. Las ciudades se han vuelto como Sodoma, y nuestros jóvenes se ven diariamente expuestos
a muchos males.
A medida que los adultos que
no conocen a Dios se acercan a los niños y jóvenes que están, o han sido
descuidados por sus padres, van adquiriendo una educación callejera, y son
fácilmente seducidos por Satanás, vulnerables para ser arrastrados al foso de
los perdidos. El corazón de los jóvenes se impresiona fácilmente, y a menos que
el ambiente que los rodea sea del debido carácter de Cristo, Satanás usará a
estos niños abandonados, o jóvenes que viven en las calles para que ejerzan su
influencia sobre los que están más cuidadosamente adiestrados y enseñados en
los caminos de Dios. No permitamos que las almas de nuestros niños sean
contaminadas con la corrupción. La mente es como una esponja que se alimenta de
lo que absorbe, y la cosecha final dependerá al igual que la naturaleza de la
semilla sembrada, por lo que es absolutamente indispensable amparar desde los
primeros años de vida la educación cristiana de los niños.
Las urgentes necesidades que
se están haciendo sentir en este tiempo, especialmente con los jóvenes, exigen
una orientación y supervisión constante en el conocimiento de la Palabra de
Dios. Esta es una verdad presente, porque el conocimiento de Dios y de
Jesucristo, a quien envió a este mundo, representa la más elevada educación que
podemos brindarle a nuestros hijos. La verdad llegará a cubrir la tierra con su
maravillosa luz, como las aguas cubren el mar. La verdadera base de toda
educación debe estar fundamentada en las Palabras de vida eterna, donde los
hábitos y costumbres que hemos adquiridos en nuestro transitar por el mundo, quedarán
sin efecto, porque no servirán para nada. No quiero decir con esto que no
debemos educarnos profesionalmente. Pero también debemos educar a nuestros
hijos para ser miembros de la familia real, hijos del Rey del cielo, y dedicar
menos tiempo a aquellas cosas que nos alejan de la fe, y que han llevado las
mentes al misticismo y lejos de la verdad. Sus vivos principios, entretejidos
en nuestra vida, serán nuestra salvaguardia en las pruebas y tentaciones que
nos esperan. La instrucción divina será la única senda que tendremos para
alcanzar la victoria.
Cabemos hondo para hacer firme
los fundamentos de nuestros hijos, y hagamos uso de “toda palabra que sale de
la boca de Dios”. Vivamos en mansedumbre y enfoquémonos en transmitirles a
nuestros hijos la educación más elevada que representa enseñarles a amar a Dios
por sobre todas las cosas, porque todo pámpano de la viviente Vid que no crece será
cortado y desechado como cosa inútil. Ha llegado el momento en que por medio de
los mensajeros de Dios, el rollo de la Escritura se está desenrollando rápidamente
ante el mundo. La verdad encerrada en los mensajes de los ángeles primero,
segundo y tercero del libro de Apocalipsis están en toda nación, tribu, lengua
y pueblo, iluminando la obscuridad de todo continente y extendiéndose por toda
la tierra con sorprendente rapidez. Procuremos con diligencia presentarnos ante
Dios como obreros que no tienen de que avergonzarse, porque hemos trazado bien
la palabra de verdad para cumplir con sus propósitos.
Tratemos de vencer los hábitos
de indiferencia y desorden que arropan la sociedad de hoy, porque si no se
corrigen con perseverancia y verdadera
resolución, seremos vencidos en el presente y para toda la eternidad.
Estimulemos a nuestros jóvenes a formar hábitos correctos que agraden a Dios, y
que todas sus costumbres sean de tal carácter que hagan de ellos una ayuda y un
ejemplo para otros. Dios confió a los padres la educación de nuestros hijos, y
de cada acto de la vida podemos enseñarles lecciones espirituales, para que
cada niño sea inducido a comprender los principios puros según lo ha dispuesto
Dios. Motivemos cada acto de sus vidas con amor, y así, el trabajo diario
promoverá el crecimiento cristiano, los principios vitales de la fe, y la
confianza y el amor hacia Jesús penetrarán hasta en los detalles más ínfimos durante
el crecimiento y madurez de nuestros niños. Contemplemos a Jesús, y el amor
hacia Él constituirá el móvil continuo que nos dará la fuerza para cumplir con cada
obligación contraída.
Todo lo que se haga se hará
para gloria de Dios. El temperamento, las peculiaridades personales, los
hábitos de los cuales se desarrolla el carácter, todo lo que se practica en el
hogar, en presencia de los hijos, se revelará de por sí en todas las relaciones
de la vida futura. Las inclinaciones seguidas de la conducta culminarán en
pensamientos, palabras y acciones aprendidas, buenas o malas. Si cada padre se
esforzara en reprimir toda palabra ofensiva o grosera, y aprendiera a
respetarse mutuamente como pareja, y también a extender ese respeto a sus hijos,
nos estaríamos preparando para ser miembros de la familia celestial, y la
influencia que ejerzamos en nuestros hijos será tan fuerte, que una vez que
conozcan a Cristo, no podrán apartarse
de Él. Orar en familia, todos juntos, ligará los corazones con Dios por medio
de lazos que perdurarán. Y el confesar a Cristo franca y valientemente,
mostrando en nuestro carácter su humildad y amor, será costumbre de cada
miembro del hogar.
Cumplamos nuestros deberes de
padres con buena voluntad. Testifiquemos de Cristo. Demostremos que la religión
de Cristo, no nos hace, ni en principios ni en práctica, irrespetuosos con los demás,
sino que nos hace reflexivos y fieles, no descuidando las cosas pequeñas que
debemos hacer. Seamos fieles a Dios y formemos hijos para vida eterna. Adoptemos
por lema las palabras de Cristo: “El que es fiel en lo muy poco, también en lo mucho
me será fiel”. Cultivemos la sociabilidad
cristiana, para que tengamos un lugar de paz, pese a las dificultades del
tiempo, porque no somos átomos independientes, sino que cada uno de nosotros
somos una hebra de hilo que ha de unirse con otra para formar y completar un gran
lienzo, como el que cubrió el cuerpo de Cristo y fue manchado con su preciosa
sangre, la cual lavó nuestros pecados. Este lienzo representa el Manto Sagrado
del Espíritu de Dios que nos cubre con su divino Amor y Poder. Demos gracias a
Dios por todas sus bendiciones, en especial por enseñarnos con su ejemplo a ser
padres, y a disciplinar nuestros hijos con amor. Cumplamos todo lo que le hemos
prometido a Dios según nuestras esperanzas, y no basándonos solo en nuestros
temores, sin tener en cuenta Sus Promesas de vida eterna!...Ojalá que todo
padre pueda decir con seguridad cuando Cristo venga: “Padre, aquí tienes los
hijos que me diste. Ninguno perdí, sino que los crie y cuidé con el mismo amor
que tú me diste a mí, y hoy te los devuelvo sanos y salvos”!.